El mercado de las ideas (I)

Lo único que tengo es una voz
para deshacer la mentira y sus dobleces.

1 de septiembre de 1939, W. H. Auden


En el capítulo 1 de la célebre serie Cosmos. Un viaje personal (1980), durante el fragmento que trata sobre la Biblioteca de Alejandría, Carl Sagan afirma que
no existe ningún registro en toda la historia de la Biblioteca de que alguno de los ilustres eruditos que trabajaron en ella desafiase seriamente un simple supuesto político, económico o religioso en la sociedad en que vivían.
A lo largo de la Historia, la ciencia ha contribuido decisivamente a cambiar este panorama, pero en algunos aspectos nos encontramos casi como en la época de ese legendario templo del saber, fundado en el siglo III a.C. Por ejemplo, lo que la ciencia puede ofrecer para la toma de decisiones políticas rara vez ha caído en terreno fértil, cuando aún en la actualidad nos ilusionamos con que ese sueño sea posible.



De igual modo, lo que la ciencia sabe sobre probabilidades y sobre nuestras ilusiones cognitivas no tiene demasiada influencia en Wall Street. En palabras de Daniel Kahneman, “toda la industria financiera parece reposar sobre una ilusión de sagacidad. Cada día miles de millones de dólares cambian de manos a pesar de que compradores y vendedores tienen la misma información. La opinión de cada uno sobre el futuro inmediato gobierna las decisiones”. Así, el broker atribuirá a sus aptitudes el mérito de una inversión ventajosa cuando, en realidad, la suerte habrá tenido un papel nada desdeñable en un mercado caprichoso.


Y si nos centramos en lo que la ciencia puede aportar a las creencias religiosas… bueno… digamos que mientras unos prefieren un crucero en el Arca de Noé, otros optan por la vuelta al mundo en el Beagle. Y los pasajeros suelen ser bastante fieles cuando eligen uno u otro turoperador.

Decir hoy que la ciencia forma parte de nuestras vidas resulta incuestionable. Su pensamiento, influencia, consecuencias y aplicaciones afectan desde nuestros hábitos más cotidianos hasta nuestras necesidades más específicas. Entonces, ¿por qué la ciencia está tan ausente en la toma de decisiones políticas y económicas? Bien podrían atribuirse, a su vez, a motivaciones políticas y económicas pero no en todos los casos. Economistas y políticos, al igual que el resto de ciudadanos, sufrimos muchas veces la ilusión de racionalidad al tomar nuestras decisiones cuando lo que nos hace decantarnos pueden ser mitos, creencias o bulos más o menos arraigados.

La divulgación de la ciencia, que aspira a acercar a la sociedad la información y el pensamiento científicos, no lo tiene nada fácil para dar respuesta a esta situación porque, al contrario de lo que pueda parecer, el principal escollo no es la falta de alfabetización científica de la población, sino un conjunto de paradojas difíciles de sortear y que guardan relación con la naturaleza humana. Vayamos desgranándolas.


1. La paradoja de Holmes: libertad de expresión, falsedades e información veraz

Con el comienzo de 2018, el presidente francés Emmanuel Macron ha declarado la guerra a las noticias falsas. Para ello, propone “reorganizar el servicio público audiovisual” mediante un proyecto de ley contra la desinformación y las fake news a través de las redes sociales. Eso sí, su aplicación quedará restringida a los períodos electorales. ¿Sería aconsejable tomar este tipo de medidas de manera amplia para neutralizar la información sin evidencia científica? Una acción disuasoria como esta puede resultar muy contraproducente para la libertad de expresión; por otro lado, la información falsa puede ser muy dañina y es necesario evitar sus efectos perjudiciales. ¿Dónde situamos el virtuoso término medio?

En una sentencia de 1919 del Tribunal Supremo de Estados Unidos, el juez Oliver Wendell Holmes estableció una afirmación que ha tenido gran influencia en la jurisprudencia de la libertad de expresión en todo el mundo:
Se alcanza mejor el bien último que se desea con la libre circulación de ideas, puesto que la mejor prueba de la verdad es el poder del pensamiento para imponerse en la competencia del mercado.
Es decir, que con el mismo precepto que muchos defienden para el mercado financiero, el “mercado de las ideas” sería capaz de autorregularse y garantizar la criba entre lo cierto y lo falso. Sin embargo, vemos constantemente ejemplos de que esto no es así. Con la influencia creciente de las redes sociales es relativamente fácil que un individuo, el propagador, distorsione este mercado de las ideas y logre que muchos individuos acepten falsedades y colaboren en su difusión como en una epidemia fuera de control.

Este es el panorama en el que nosotros, seres racionales, le facilitamos la labor al propagador. Por un lado, nos dejamos arrastrar por cascadas de información, una bola de nieve que hace creíble cierta información solamente porque cierta cantidad de gente la cree; por otro lado, somos víctimas de la asimilación tendenciosa, mediante la cual procesamos la información para acomodarla a nuestras ideas previas. En definitiva, tendemos a aceptar la información que confirma nuestras creencias y a rechazar la que las perturba, en un intento de reducir la disonancia cognitiva y mantener la coherencia con nuestro pensamiento. En este punto, entran los divulgadores para corregir la falsedad sin llegar a sospechar que el mismo proceso que la generó puede hacerla resistente a la corrección. Estas serían las reacciones posibles:
  • el intento de corrección pone al individuo a la defensiva, actitud que puede reforzar la idea previa.
  • la existencia de la corrección le induce a pensar: “¿por qué tanto esfuerzo en desacreditar la información? ¿No será porque hay algo de verdad en ello?
  • la insistencia en la corrección pone el foco sobre la cuestión y puede avivar la polémica


2. La paradoja de la comunicación científica

La segunda paradoja tiene que ver con el contexto histórico en el que nos encontramos y se puede resumir así
Nunca las sociedades humanas han sabido tanto sobre la mitigación de los peligros que enfrentan, y nunca han estado tan en desacuerdo sobre lo que saben colectivamente.
Aquí es donde científicos y divulgadores comienzan a fruncir el ceño, pues aducen que lo demostrado por evidencias científicas (desde la ineficacia de la homeopatía hasta las certezas sobre la evolución de las especies) no puede prestarse a desacuerdo o debate.







Las redes sociales están plagadas de mensajes de este tipo: “Sobre la cuestión de………….., no hay debate”. Me planteo que, si hay quien repite una mentira 1000 veces pretendiendo convertirla en verdad, ¿qué efecto se espera repitiendo 1000 veces un hecho probado? Como divulgador y usuario de redes sociales, estos mensajes me parecen inútiles. Emplear la evidencia científica como arma arrojadiza no va a convencer a nadie, además de ser contraproducente al dar la falsa imagen de que la ciencia es dogmática y autoritaria.

El último de los tuits apunta, no obstante, hacia un enfoque que me parece más razonable: la existencia de un debate social. Esto significa que existe polémica o preocupación sobre un tema, y que demanda una exposición de ideas que no parta de una posición percibida como de superioridad (yo, el científico/divulgador, te voy a argumentar a ti, el lego, para que de una vez por todas dejes de creer estupideces). Un debate social honesto, un diálogo entre divulgador y sociedad, no implica que se cuestione la evidencia científica, ni amenaza con poner al mismo nivel hechos probados con hechos que no lo están. Es una oportunidad para que el experto pueda escuchar y entender qué motivaciones tiene el público para creer lo que cree

Los bulos o las creencias, también las que tienen una vertiente científica, racionalizan a la vez que desahogan; dan una explicación sobre por qué se sienten como se sienten aquellos que las aceptan. Si la divulgación se enfoca sólo en dar una explicación racional para desmontar la creencia, se arranca de las manos de la gente “una manta de protección, un pulgar que chupar”, como decía Isaac Asimov, sin proporcionarles un apoyo sustitutivo. Desde luego, la ciencia no tiene que desempeñar esa labor, pero la divulgación debe estar más comprometida con el destinatario de su mensaje.

(continúa en parte II)

Comentarios