Houston, tenemos una historia (y IV)

(Viene de la parte III)

Una narrativa adecuada cobra especial importancia en la imagen que el público se hace ante determinadas repercusiones o controversias de la ciencia. En 1916, el Congreso de los Estados Unidos estableció el Acta de Parques Nacionales con el propósito de
preservar el paisaje, los objetos naturales y la vida silvestre, para disfrutar de los mismos de manera a mantenerlos intactos para las generaciones futuras.
Este texto, además de formar parte de una ley federal, forma parte de una historia. La historia de la naturaleza, que comenzó mucho antes de nuestra llegada, y que tiene un final cerrado: nuestro eventual paso ha de permitir que esta historia termine como empezó, con la misma escena intacta. Pero las cosas en nuestro mundo no son tan simples como nos gustaría, sobre todo desde que el cambio climático entró en nuestro vocabulario antes que en nuestras mentes.

En 2012, el National Park Service hizo una revisión de sus objetivos. Las recomendaciones cambiaron debido a que en el presente existe
un cambio continuo que no se alcanza a comprender completamente, con el fin de preservar la integridad ecológica y la autenticidad cultural, proporcionar a los visitantes experiencias transformadoras, y formar el núcleo de una conservación del paisaje terrestre y marino.
¡Ahí queda eso! Si empleamos los esquemas vistos en la parte III de este post, comprobamos que el esquema ABT del texto de 1916 se ha transformado en un esquema AAA; es decir, una historia sencilla y bien estructurada se ha convertido en una enumeración ambigua de intenciones, que no se fundamenta en una causa identificable y con un final abierto que nadie conoce.

Comprendo que la ciencia debe ser prudente. No puede aventurarse a conclusiones precipitadas cuando las causas no se conocen bien, o cuando responden a múltiples variables difíciles de cuantificar. Pero esa prudencia de la ciencia no puede transformarse en confusión por parte del público, porque se habrá perdido una oportunidad de comunicar que no será tan eficaz una vez creado el desconcierto. Y como de crisis naturales va la cosa, analicemos dos de ellas, cuyas narrativas y resultados han sido claramente dispares. La primera de estas crisis presenta el esquema idoneo de una historia, una historia tan arquetípica que parece una fábula y que, sin embargo, sucedió:

Érase una vez que en un pequeño planeta azul hubo una crisis atmosférica que amenazó a toda la humanidad. [Y] A principios de la década de 1980 el problema parecía grave, [PERO] entonces las naciones del mundo se unieron y aprobaron un tratado. [POR LO TANTO] Hoy ese problema está listo para desaparecer.

Este microcuento resume la crisis conocida como agujero de la capa de ozono, el acusado descenso de la concentración de ozono a nivel de la estratosfera. Sólo dos años después del descubrimiento del “agujero de ozono” antártico, dado a conocer en mayo de 1985, todos los estados miembros de las Naciones Unidas suscribieron el Protocolo de Montreal para la reducción de los compuestos que atacan la capa de ozono, principalmente los clorofluorocarbonos (CFC). A pesar de voces discordantes como la firma DuPont (el mayor productor mundial de CFC), que trató de convencer a gobiernos y al público de que estos compuestos no eran responsables de la disminución del ozono, el Protocolo de Montreal se ha convertido en un exitoso ejemplo de cooperación internacional que ya ha comenzado a dar sus frutos: tras la máxima extensión del agujero antártico, registrada en septiembre de 2000, se ha logrado reducir en unos 4 millones de kilómetros cuadrados, una superficie equivalente a la Unión Europea (Brexit incluido).

Sin embargo, la reciente decisión de Donald Trump de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París nos recuerda que la historia del cambio climático es muy distinta a la del agujero de ozono, pues carece de los atributos narrativos necesarios para causar un impacto equivalente:

  • TIEMPO LINEAL. No hay una secuencia clara de eventos sobre la que construir un hilo narrativo. En 1988, el principal científico climático James Hansen testificó ante el Congreso durante ese verano excepcionalmente caluroso, y dijo que era hora de abordar el posible problema del calentamiento global, pero el problema desapareció de las noticias durante más de una década. Volvió a las noticias con el Protocolo de Kioto (1997) solo de manera informativa. El Katrina y el documental de Al Gore (Una verdad incómoda) lo pusieron de actualidad en 2005-2006 una vez más, pero las noticias se disiparon nuevamente como los huracanes, hasta que llegó el Huracán Sandy en 2012.

  • CAUSALIDAD. Para quienes la conocen, la diferencia entre el tiempo meteorológico y el clima es tan clara como la diferencia entre los patrones a corto y a largo plazo, pero no es tan obvio para el público. El resultado es una sensación de aleatoriedad que sugiere una falta de causalidad. Esto sucedió durante el “verano de los huracanes” de 2005, durante el cual cinco de los mayores ciclones llegaron a Estados Unidos, entre ellos el Huracán Katrina. Los movimientos contra el calentamiento global intensificaron su denuncia aprovechando este episodio. Sin embargo, los años siguientes socavaron la urgencia de abordar el problema, ya que no se registró ningún huracán de intensidad comparable.

  • PROTAGONISTA ÚNICO. Para el público, es atractivo que las causas sean dirigidas por líderes solitarios. Se pueden plantear todo tipo de razones cognitivas por las que el público necesita concentrar su atención en un individuo reconocible, y es el motivo por el que las historias requieren protagonistas. El exvicepresidente Al Gore podría haber sido ese líder, pero sólo duró un tiempo en el candelero del cambio climático. Los protagonistas de esta historia son los numerosos “ecohéroes” que luchan para salvar el planeta, pero esto no ayuda a construir la historia del calentamiento global y a que la población conecte con ella: el dolor de un individuo es una tragedia, el dolor de millones de individuos es sólo una estadística.

  • CIERRE FINAL.- La narrativa funcionaría si el final de la historia permitiera un restablecimiento del “equilibrio natural”: se toman acciones y las cosas vuelven a ser como antes. Pero la narrativa del calentamiento global no proporciona un final cerrado. Fundamentalmente es una batalla entre las fuerzas de mitigación (¡Podemos detenerlo!) y las fuerzas de adaptación (“Es demasiado tarde. El momento para resolverlo ha pasado”). El aumento del dióxido de carbono en la atmósfera refleja el problema creciente de la química atmosférica, en el que la posibilidad de devolver las cosas a la “normalidad” ha desaparecido. Es una narrativa que sigue una dirección desconocida.
Para finalizar esta serie de posts, me atrevo a extraer dos moralejas. Por un lado, recuerdo a muchos científicos insistir en la conveniencia de que el periodista posea cierto nivel de conocimientos científicos para evitar noticias malinterpretadas o tergiversadas. Aceptar esta exigencia supone, en mi opinión, que el científico también deba poseer conocimientos sobre narrativa, pues si este aspecto ya tiene importancia en la comunicación entre pares, no digamos cuando se divulga al público. Si como vimos en la parte II de este post, las revistas científicas promovieron el uso del formato IMRAD para la publicación de artículos, ya hay quienes recomiendan en sus guías de estilo el empleo de formatos más narrativos como, por ejemplo, la Association for the Sciences of Limnology and Oceanography (ASLO).

Por otro lado, igual de deseable es un público con cultura científica que un científico con cultura narrativa, y no me refiero a que tenga afición por la literatura. Tener cultura narrativa es conocer las reglas básicas para crear historias reveladoras y persuasivas, y emplearlas para comunicar ciencia tanto a sus colegas como al público. Es tener la habilidad para convertir una charla de divulgación, en la que simplemente se enumeran una serie de hechos curiosos o sorprendentes, en una narración que cautive al espectador, sobre todo al nuevo espectador. “Cuéntame historias”, le pidió el codescubridor de la estructura del ADN, Francis Crick, al finalizar una cena en la que coincidió con el magnífico narrador de la neurología, Oliver Sacks.

Pero claro, si pensamos que cuidar la calidad narrativa de un texto (científico o divulgativo) es hacer “literatura sofisticada”, no vamos por buen camino. “La simplicidad es la máxima sofisticación”, dice la cita atribuida a Leonardo, porque las buenas historias siempre son, en esencia, sencillas y claras. Por eso el Apolo 13 cautivó la atención de millones de espectadores pues, más allá del contexto de la misión espacial, la historia era conocida por todos. Da igual que fuera Jack Swigert o Ulises; se trataba de una aventura donde el protagonista lucha por su vida para regresar a casa sano y salvo.

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Fuente:

- R. Olson, Houston, we have a narrative, The University of Chicago Press, 2015.

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